viernes, 30 de junio de 2017

Escritores que nadie lee: la amenaza fantasma, Ismaíl Kadaré y Arthur Koestler


*Este artículo ha sido publicado en el site Achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/escritores-nadie-lee-la-amenaza-fantasma/

La verdadera literatura se encuentra en aquellos escritores que nadie lee, es una máxima que cada vez tengo más clara. Recientemente se ha fallado el prestigioso premio Man Booker Prize International, que ha ido a parar a manos del escritor hebreo David Grossman. Lo que me ha sorprendido de esta edición es que, de nuevo, un libro del albanés Ismaíl Kadaré se encontraba entre los candidatos. Kadaré obtuvo la primera edición de este importante galardón, allá por el año 2005, y después, también obtendría el Príncipe de Asturias de las Letras en 2009. Pues bien, un escritor como Kadaré, poseedor de una literatura deslumbrante, ampliamente reconocido, es un fantasma literario en España. Y no es el único a quien nadie lee.

La lista de escritores que, por uno u otro motivo, no son capaces de llegar al gran público, es interminable. Las esquinas, los rincones oscuros de la literatura rebosan talento, pero en las librerías siempre ocupan los sitios de ventas en las mesas los mismos descerebrados previsibles y aburridos, sin una gota de genio. ¿Acaso el lector obtiene lo que realmente se merece, aquello que demanda, lee y consume? Yo creo que no… Aunque es muy cierto que en España se ha tendido, siempre, a encumbrar a autores patrios de necio talento porque el público siempre se ha dejado manejar, con una facilidad pavorosa, por el aparato publicitario de las editoriales.
Pero no quiero tratar este asunto ahora. De lo que se trata es de recordar a algunos de esos autores que, sepultados por el peso del best seller y de la novedad editorial fácil, no tienen la posibilidad de alargar uno de sus dedos literarios y tocar al lector para, así, hacerlo feliz. Ismaíl Kadaré, albanés, es uno de los casos más terribles. Y no porque la descomunal magia de su prosa se pierda por el sumidero del anonimato en España, sino porque en el resto del mundo, y en concreto en Francia y Reino Unido, es un autor de gran reconocimiento, y muy leído. El ostracismo hispánico del albanés adquiere tintes de broma pesada si, además, pensamos que ha recibido uno de los más importantes premios literarios en España, ese Príncipe de Asturias otorgado en una borrachera de lucidez del jurado, que de nada ha servido para promocionar su obra. Incluso parece que ha obrado en su contra.
De Kadaré, como estudioso que soy de él, podría decir mucho, pero me voy a limitar a que sea el autor quien hable con su obra. Recomiendo la lectura de El palacio de los sueños (Catedra), de El accidente (Alfaguara) o Abril quebrado (Alfaguara). El universo que se contiene en estos tres libros es más que suficiente para que el lector que se aproxime a la obra del albanés no lo abandone ya jamás.

Se acaba de presentar una biografía sobre Arthur Koestler, otro autor tan mayúsculo como desconocido por el público. El libro, Arthur Koestler, nuestro hombre en España (editorial Alrevés), de Jorge Freire, es un ensayo biográfico; resulta curioso que se publiquen ensayos y biografías, y Koestler no es el único autor, de escritores que apenas se leen en España. A la memoria me vienen los casos de Leopardi y Walser, entre otros muchos. Sus excelentes biografías han visto la luz en España, pero, ¿realmente alguien lee a esos autores, fuera de un círculo especializado? Resulta bien curioso este fenómeno biográfico editorial español.
La literatura polaca, y la húngara, son pródigas en extraordinarios autores completamente desconocidos en nuestro país, a pesar de ser ampliamente publicados. Del mismo modo, la literatura checa y la rumana, o la serbia y la búlgara, andan sobradas de talento. Un caso extraño es el de la literatura japonesa, que gracias a una maniobra de mercado con un autor convertido en un fenómeno editorial, se ha hecho muy accesible para el lector de la calle. Pero esto no es lo normal. Aunque buenos esfuerzos editoriales reivindican genios como Joseph Roth o Leo Perutz, lo cierto es que parecen resultar infructuosos.
En un país en el que los datos de lectura son demoledores, un 49% asegura que jamás lee un libro, y un gran porcentaje tan sólo compra un ejemplar al año —y suele ser el Premio Planeta—, el que un nuevo lector se aproxime a una mesa de novedades es un ejercicio de ruleta rusa. Abducido por la compra del éxito editorial de turno, pronto se ratificará en su asco por la lectura, y no volverá a leer un libro en su vida. Cerca de esas pilas de novelas de éxito de los cacareados y sempiternos autores patrios, durante años con el piloto automático de la mediocridad puesto, trabajando el hastío y la falta de calidad y de vergüenza, pero encumbrados por las extrañas leyes del marketing, muy cerca de ellos y como una amenaza fantasma, se encuentran los libros de estos escritores que nadie lee.
Sólo hay que mirar más allá y descubrirlos en sus anaqueles, esperando su momento. Debemos permitir que copen nuestras lecturas para que así, la amenaza que representan contra el tedio, lo manido y el mal gusto que tratan de imponernos, se convierta en una realidad al abrir una de sus páginas y vernos atravesados por la felicidad de la buena literatura.


martes, 27 de junio de 2017

Feria del Libro de Madrid: los mercaderes en la Feria de las Vanidades


*Esta columna se publicó en e sitio web Achtungmag.com: 

Resulta casi enternecedor ver la inocencia y candidez de los escritores primerizos cuando, en estas fechas, llega la Feria del Libro a Madrid. Anuncian en las redes, una y otra vez, la caseta en donde van a firmar, repletos de ilusión y, por qué no decirlo, de un pequeño ego que luego estallará en algunas fotos con los amigos, más bien pocos, que hayan tenido el valor de acercarse por el recinto del Parque del Retiro. Incluso un poeta, los días anteriores a la Feria, clamaba en Facebook para que alguien le consiguiera un lugar en donde firmar… Sin embargo, las tan ansiadas firmas reflejan una realidad bien diferente, más bien triste y miserable.
Yo también he tenido que sufrir, un par de años, la experiencia frustrante de acudir a una caseta para firmar en la Feria del Libro. Por supuesto, después de aquello me he negado a repetir, y no pienso volver salvo circunstancias de causa mayor. La Feria del Libro es el momento y el lugar en donde menos escritores se concentran, paraíso para diletantes y aficionados, para perpetradores de best sellers, para famosillos y fracasados y, sobre todo, para editores chamarileros que piensan en hacer su agosto.
Siempre, con la llegada de esta ignominiosa feria, aparece una pléyade de libros que se publican para la ocasión. Nunca puede faltar el presentador de televisión que promociona su nueva novela. En primer lugar, tengo muy serias dudas de que hayan sido capaces de juntar todas esas letras ellos solos, pero, realmente, es una circunstancia que al lector de cierto tipo de publicaciones le da igual. Entre famosos, tertulianos, conductores de telediarios, opinadores de profesión, actores, cocineros y músicos de rock, entre todos ellos, están rebajando el mágico suceso de publicar un libro: lo degradan.
Y de esta manera, consiguen que los autores que se dedican a la literatura terminen por hartarse, por no tener ganas de escribir. Taponados por todas esas toneladas de papel, resulta imposible que nuestros libros sean recibidos, mínimamente, por el público. Los críticos del futuro deberán establecer qué nuevo género trabaja esta gente, porque en ningún caso se encuentran al lado de nuestros textos, ni siquiera de la literatura. Están degenerando de tal forma el acto de escribir un libro, emponzoñándolo de tal manera, que muchos autores, entre los que me incluyo, empezamos a plantearnos, de verdad, dejarlo y no volver a escribir una línea nunca jamás. Al fin y al cabo, nadie lo sentiría. Escribir se ha convertido en una batalla que alcanza mucho más allá de enfrentarse a un folio en blanco y convertirlo en una novela de cientos de páginas. Empieza a ser agotador y, entre editores chorizos y pseudo autores de lo que puedo denominar como literaTVra, han conseguido vaciarlo de cualquier sentido. Y las fuerzas se agotan a golpe de desesperanza y de chascos. Me da mucha pena.
Son tiempos extraños estos que corren, en donde casi lo peor que le puede ocurrir a un escritor es firmar en la Feria del Libro. Vivimos una época en la que, si se quiere ser original, incluso elegante, uno debe plantearse no volver a publicar jamás, porque en España la mitad de las personas han escrito —y publicado— un libro, y la otra mitad lo están escribiendo. Realmente no veo a toda esa legión de diletantes como una competencia, en absoluto, porque jugamos en ligas diferentes. Durante una época pensé que nosotros, los autores que batallamos en el barro literario, que nos enfangamos en la creación plagada de problemas y adversidades, pertenecíamos a una división infame de la literatura de este país, y que esos autores consagrados, que gozan del beneplácito de la fama y manipulan sus nombres como una marca comercial de ropa, colonia o zapatos, ocupaban una especie de Champions League del libro. Estaba equivocado, y ahora me doy cuenta: los que realmente militamos en la División de Oro de la cultura somos nosotros, los embarrados, los timados, los apestados, los que nos partimos el pecho a cara descubierta en el vano intento de defender nuestros trabajos, y ellos, los manipuladores de la litera-hartura, integran una autentica División Basura.

Estamos, por tanto, en juegos diferentes, pero eso no evita que ellos signifiquen un monumental atasco para nuestras aspiraciones. Y eso es lo que agota, dado que disfrutan de un manojo de oportunidades que a nosotros se nos niegan sistemáticamente. Y hablo, exclusivamente, de oportunidades a la hora de publicar, no ya de vender, porque un escritor lo que más desea es que puedan leerlo el mayor número de personas posibles, circunstancia que sólo se logra publicando.
Así las cosas, la visita a la Feria del Libro puede resultar letal para un escritor. Es un recinto delirante en donde pueden sucederse las escenas más descabelladas. Por ejemplo, autores que vocean sus libros como chamarileros, instigados por los editores que ejercen de sargentos de hierro en las casetas, hostigando al escritor para que avasalle a todo aquél que se arrime. Porque parece que con haber escrito la novela no basta. También hay que venderla… ¿Pero eso no es trabajo del editor? Pues parece que no. O, de forma rocambolesca, uno consigue vender una decena de ejemplares y asiste a cómo el editor, torticero y trabucaire, se embolsa el dinerito en sus bolsillos. Ese puñado de euros irá, directamente, a llenar el depósito de gasolina de su automóvil, a pagar alguna factura del gas o de la luz o, en el peor de los casos, servirá para que se tome unas gambas en el aperitivo. Después, cuando llegue la triste liquidación de ejemplares a casa del autor, la editorial le asegurará que sólo ha vendido un ejemplar, tal vez dos…escamoteada esa decena que el propio escritor vendió por su propia mano en la caseta. ¿No es esto robar?
También está el asunto de las colas de fanáticos que se agolpan para conseguir el autógrafo de los cocineros metidos a escritores, de los psicólogos, actores, dietistas, presentadores, toreros, deportistas… mientras las casetas donde aguardan los verdaderos autores aparecen tristes y devastadas. Luego, algunos de los diletantes, orgullosos por denominarse escritores, subirán fotografías a Facebook o a Instagram rodeados de palmeros y conmilitones, celebrando lo gozoso de la literatura.

Parte de esta realidad miserable de la literatura en España ha sido denunciada en algunos ensayos que han pasado sin pena ni gloria. Quiero reivindicar, aquí, algunos de esos textos que aportan una visión lúcida y realista de todos estos tejemanejes vergonzantes llevados a cabo por esa nueva modalidad de delincuentes que son algunos editores. Un escritor, que además es un reputado crítico literario y profesor en diferentes Universidades de Europa, Germán Gullón, ha publicado un ensayo tan primoroso como desalentador: Los mercaderes en el templo de la literatura (editorial Caballo de Troya). Otro texto crudo en su realismo y desesperante por su análisis es La gran estafa, Alfaguara, Planeta y la novela basura (Vosa editorial), del crítico Manuel García Viñó.

Sólo nos queda, ante un panorama tan desgraciado, volver a la literatura y encontrar motivos de alegría en afirmaciones como la llevada a cabo por José María de Guelbenzu en un artículo publicado, hace mucho tiempo ya, en El País:
“El becerro de oro de la popularidad ha llegado a confundirla con el éxito de tal modo que al escritor la sociedad ya no le exige autoridad sino popularidad. Ser popular es ser conocido por la mayor cantidad de gente posible, culta o inculta; tener éxito, en cambio, es conseguir lo que uno se propone en la vida y esto, llevado a la buena literatura, significa que es, sobre todo, cumplir con la ambición de excelsitud que cada uno se ha propuesto o morir en el empeño, independientemente del grado de reconocimiento que consiga: lo que en términos de vida se llama cumplir una vocación”.

No desesperemos: los que nos dedicamos a escribir, simplemente a eso, por encima de adversidades y delincuentes culturales, somos los verdaderos escritores de éxito. Y creo que no necesitamos ferias de vanidades.

sábado, 17 de junio de 2017

Una historia de policías (o no)


 *Este texto apareció originalmente en mi columna de opinión literaria El odradek, en el sitio Achtungmag.com
http://www.achtungmag.com/una-historia-policias-no/

Esteban Navarro es un excelente escritor de novela negra. Y también es policía. Con su novela La noche de los peones (en Ediciones B) consiguió ser finalista del Premio Nadal de 2013. Se ha convertido en uno de los principales integrantes de la llamada Generación Kindle, con una inteligente y abrumadora presencia en las redes sociales en donde ha sabido vender muy bien sus trabajos y se ha creado una cotizada marca personal. Y también es policía. Su último libro, Una historia de policías (editorial Playa de Ákaba) trata de una mafia policial en una comisaría de Huesca. Esteban Navarro lleva muchos años entregado a difundir la literatura y la lectura de una forma desinteresada. Hace unos días ha sido expedientado por el Ministerio del Interior que le ha abierto una comisión de Asuntos Internos —sí, como en las mejores novelas de detectives— por causa de unas denuncias anónimas que lo acusan de servirse de la policía, de su uniforme, para promocionarse como escritor. Porque Esteban Navarro es, por encima de todo, escritor. Y también es policía.

Esta es mi primera columna de opinión literaria de El Odradek, en este Achtung Magazine que me ha recibido con los brazos abiertos. La intención de El Odradek es tomarle el pulso a la actualidad literaria, unas pulsaciones más bien moribundas en este país de Ferias del Libro, mediocridades, epígonos y diletantes. Por eso, he querido comenzar con Esteban Navarro, y con un tema sangrante relacionado con él y con su literatura.

Habrá quien piense que este escritor no necesita defensores, incluso que lo último que requiere es mi defensa, pero me siento especialmente identificado con algunos aspectos que tienen relación con la situación que está viviendo actualmente: sus propios compañeros, de forma anónima y sibilina, lo han denunciado. Argumentan que se vale de su posición, del uniforme policial, para promocionarse, para intentar vender más libros. Entiendo que esto le sea especialmente doloroso al escritor, porque, precisamente, y reconocido incluso con placas de agradecimiento, su tarea ha sido la contraria: allí donde ha ido se ha mostrado orgulloso de dignificar su profesión gracias a la literatura.

En efecto, Esteban Navarro es muy querido, y no sólo por sus muchos lectores. Los comisarios de festivales de novela negra han salido en su defensa. Y son un montón de comisarios de un montón de prestigiosos festivales. Las bibliotecas a las que asiduamente acude a colaborar en clubes de lectura también lo apoyan. Realmente, todo el mundo está de acuerdo en que este escritor lleva años luchando por promocionar la literatura y la cultura. Entonces… ¿a qué se debe una denuncia tan injusta?

Dejando a un lado que su última novela ficcionaliza una mafia policial en una comisaría de Huesca, y que eso haya podido molestar a alguien, el problema de Esteban Navarro radica en la propia naturaleza de su trabajo: corre turnos, muchas veces se enfrenta al terrible trabajo nocturno, y yo, que he permanecido más de 11 años inmerso en ese tremendo mundo, sé muy bien lo que todo ello significa.

Es difícil resistirse al romanticismo literario que envuelve al vigilante del turno de noche: que sí, de acuerdo, Faulkner trabajó de noche en una central eléctrica de Misisipi… Hay muchas horas tranquilas para dedicarse a la escritura, a leer, en efecto. Yo, en todos esos años de nocturnidad pude escribir cuatro novelas, estudiar una carrera, redactar una tesis doctoral y hacer tres masters. Y también pude sufrir la insolidaridad (por llamarla de forma suave) de la mayoría de mis compañeros. El trabajo a turnos, en especial si lo haces de noche, es un vivero para alimentar el odio de tus compañeros, que dilatan hasta la extenuación los cambios, que no tienen el menor respeto por el que lleva toda la noche en vela, y se duermen o llegan tarde… Hay un rechazo casi patológico hacia quien se marcha a casa a descansar cuando los demás arrancan la sufrida jornada laboral, hasta el punto de considerar el relevo como un favor personal que te hacen. Y luego, si eres escritor, la cosa se pone mucho peor.

Una de las asignaturas que estudié en Teoría de la Literatura fue la de Tradición Clásica. Gracias a ella aprendí muchas cosas del legado griego y romano, y me topé con un personaje singular: Procusto. A grandes rasgos, tal y cómo lo encontré en las Metamorfosis de Ovidio: este bandido acostaba a sus víctimas en una cama, y si les sobresalían las extremidades se las cortaba para “ajustarlas”. Y de aquí algo muy interesante: el síndrome de Procusto, es decir, el empeño obsesivo por cercenar a todo aquél que destaca en algo.

Es el trabajo a turnos un monumental lecho de Procusto, donde los compañeros más mediocres, hirvientes de envidia, talan sin cesar a quién pretende sobresalir. El talento es mal compañero de trabajo. Te acaban odiando, incluso por un motivo que no tiene que ver directamente por las tareas que desempeñas. Si eres escritor, automáticamente, estás señalado por la envidia. Y este síndrome de Procusto ha mordido a Esteban Navarro.

La desagradable situación por la que atraviesa el autor es producto de la envidia desaforada de sus compañeros, y lo es por una cuestión meramente intelectual, porque un escritor en España se muere de hambre y necesita de un trabajo alimenticio que poder compaginar con la tarea de su escritura. Por eso, todavía resulta más miserable esta denuncia.

Prefiero quedarme con las novelas de Esteban Navarro, que os aconsejo, y con mi recomendación de realizar una lectura de las Metamorfosis de Ovidio (editorial Cátedra) para descubrir que en ellas se esconden todos los orígenes de la literatura moderna. Entonces, al conocer a Ovidio, podemos asegurarnos de que, aunque Esteban Navarro es policía, su historia no es una historia de policías, sino una historia de envidiosos. Y al final, los envidiosos, los Procustos, solamente nos sirven como material literario a la hora de mostrar las miserias de nuestra sociedad. Poco más.

lunes, 12 de junio de 2017

London by Night



En la noche de sangre y cuchillo
te enfrentaste a la oscura bestia.

No sabías que su vientre negro
se alimentaba de cuscurros de odio,
de vainas de mentiras,
de cáscaras de violencia.

En la noche de vísceras y pánico,
en esa noche,
trataste de componer un haiku de heroismo,
un poema de generosidad.

Pero no sabías, ay,
que el animal furibundo
desconoce la anatomía del valiente,
que vomita sus heces sobre el cadáver
que alfombra su paso.

Y escupió su inmundicia sobre ti.
Y nos regó con su mierda,
a todos nosotros,
tan cobardes,
parapetados en el televisor,
indignados tras un plato de lechuga,
asustados de tertulia y telediarios
a la hora de la cena...

Tu valor,
manantío de cielos,
limpia toda la vergüenza del mundo.

Y así,
podemos tragarnos,
incluso digerir,
la ensalada moteada con el gorgojo
del asco...

Mientras,
tu cuerpo se afirma
sobre las aceras del Puente de Londres.