domingo, 14 de abril de 2013

Lectura ilegible



-Deseo escribir una novela con un lenguaje que imposibilite la lectura del texto, me dije.
-¿Y lo ha conseguido?
-¡Ya lo creo!
-¿Y cómo se titula la novela?
-Se titula “No se titula”…
-No lo he leído…
-¿Ve cómo he conseguido mi propósito de ilegilibilidad?

¿Qué adaptamos?

Parece ser que una oleada de fiebre adaptativa recorre la cartelera del teatro madrileño. En pocas semanas, he podido asistir a una ópera –y ya se anunciaba otra con idénticos mimbres que fue notablemente abucheada- y a una obra de teatro que, además de presentar montajes que podría calificar de “osados”, muestran un auténtico afán por “modernizar” la puesta en escena de las obras.

Parece lógico –y en ocasiones será hasta obligado– que se alteren, cambien o supriman líneas de texto, párrafos o escenas, en beneficio de un espectador quizás no tan ducho en el teatro clásico, porque le resulten morosas, farragosas o porque, simplemente, sean prescindibles. Ésta práctica, vista desde la buena intención como espectador, puede tener cierto sentido cuando sea para ayudar o favorecer al espectáculo por demasiado dificultoso. Ahora bien, el estupor aparece cuando se modernizan y actualizan algunos aspectos, pero respetándose otros, o cuando se añaden “solapas” o pastiches –recuerdo aquí el desgraciado cierre con villancico de la, hasta el momento, una extraordinaria puesta en escena de Larga cena de navidad de Thornthon Wilder, o el desatino del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte con un Valle-Inclán a ratos motero de los Ángeles del Infierno y a ratos sumido en el despiadado karaoke más casposo-.

Es el caso de la desconcertante escenografía del Cosí fan tutte, botellas de Jack Daniel´s incluídas, en el arriesgado montaje del reputado Haneke, y de El lindo don Diego, funciones que cohabitaban en el escenario madrileño hasta hace bien poco. En ambas, pero centrándonos en la obra de Moreto, hay una clara voluntad de modernizar para aproximar el texto, o en realidad de lo que se trata es de validar la historia al momento de hoy, al público actual. La pregunta es si la obra necesita de esa maniobra. Esa voluntad es caprichosa y, si bien acierta en algunos casos, con algunas brillantes puestas en escena (como en el caso del juego de los espejos), ciertos elementos no actualizados dejan una sensación como de desidia. Que unos personajes vistan de traje y corbata con cierto corte de principios de siglo XX, y otros lleven capa y espada, que unos aparezcan con calzas y jubón mientras otros se pasen la representación embutidos en trajes de noche, aunado todo ello a la intención de mantener largos pasajes del texto enmarañado (original y divertido, desde luego), crean una sensación de anacronismo e insatisfacción en el espectador, que asiste a una especie de ceremonia de la confusión, a pesar del buen hacer de casi la totalidad de los actores.

Vestir de época a unos actores y a otros no, mantener ciertos soliloquios junto a ciertas “morcillas” de actualidad en el diálogo, todo ello escenificado a veces con demasiado gusto por los pasillos, las salidas y entradas laterales y por un acusado espíritu vocinglero, son situaciones contradictorias que no realzan los aspectos positivos de la obra, que son muchos, sino que los sume, a todos, en una grisácea mediocridad.


sábado, 13 de abril de 2013

Manual para la policía del Campo literario



Suficiente, era suficiente, ya era suficiente: zascandileando por Internet lo había encontrado, una reseña en la Wikipedia de algo llamado Campo literario pergeñado por un tal Bordieu. Era suficiente, una información más que suficiente con la que poder lucirse preguntando al Archiescritor que lo había citado para una entrevista en la tertulia en el café en donde no se servía café, al que acudiría esa tarde.

El becario de la Revista Literaria llegó al cafetín en donde siempre se reunían los acólitos de la simpar tertulia de Literator, el escritor-besugo, con esos ojos salitrosos, y que a su alrededor juntaba al Gran Escritor Gay, al Posmoderno, a la Escritora Tropical y, hoy, el invitado especial: el Archiescritor acompañado de su discípulo el Joven Infecto de Letras que por máxima aspiración tenía el ser el mayor y mejorado epígono de su maestro. Y al que había que parecerse en todo; como el Archiescritor –entre otras lindezas que lo adornaban- exhibía un extraordinario mal aliento, el Joven Infecto de Letras, de inmediato, cultivó su más pestilente halitosis suprimiendo el lavado dental. Así eran el Archiescritor y su pupilo el Joven Infecto de Letras, una especie de asociación tipo picador y banderillero. Y venga a cuento esta semejanza porque una de las máximas del Archiescritor, publicada con profusión de notas y escolios, era la certeza de que Cervantes reflejó, en su Quijote y Sancho, las figuras de un picador y un banderillero, tal era la enorme afición del escritor por la fiesta…

¡Vaya al grano o estaremos aquí con esta historia hasta mañana! ¡Y a las nueve empieza el fútbol!
Sí señor, si, disculpe la digresión…

Al fondo, tras un rimero de notas y cartas y documentos y escritos de rechazo editorial, contemplaba la escena el Fracasado, embebido en su vasito de vinagre que acompañaba con buches de bicabornato…

¿El Fracasado? Querrá decir el Escritor Fracasado…
No señor, no, sólo Fracasado a secas.
No entiendo.
Ahora entenderá usted: Fracasado a secas, porque si lo denomino el Escritor Fracasado pues matizo la intensidad de su fracaso, y este hombre era fracasado en todo, ¡quizás en lo que menos fracasaba era en lo de escritor!
Comprendo muy bien… prosiga usted…

El becario acercaba la grabadora a los labios bezudos del Archiescritor y buscaba una respuesta sublime a la pregunta que roía desde esa mañana cuando lo de la Wikipedia, que planeaba en su cabeza como se chuparía un hueso de melocotón de muela a muela, bamboleado en las fauces: ¿qué papel ocupa usted en el Campo literario? Si, se refería al Campo de Bordieu –cuyas teorías había leído por encima en el artículo de Internet y con las que se había atragantado, ahora casi como indigesto-. Estaba seguro que esa referencia a Bordieu dejaba su intelecto y afilado instinto periodístico a la altura. Fueron respondiendo:

Archiescritor: Yo, como consagrado y referente mundial, soy referencia y objeto literario, en la cúspide de la pirámide predadora de ingenios, señor feudal del Campo literario (y al tercer día, fíjese muchacho, resucitaré).

Literator (carraspeando y sin poder darse ya tanto boato ante la declaración del Archiescritor): Yo, como faro y referencia para la crítica y estudios nacionales y supranacionales, soy el dueño del castillo que campea y vigila sobre el Campo literario y, claro, ejecuto mi justo y necesario derecho de pernada literaria.

El Escritor Posmoderno: Yo, más que al Campo literario… ¡pertenezco a la Ciudad literaria! –y tan satisfecho, se olisqueó ambas axilas en lo que si muy bien podría ser un velado y sesudo homenaje a Onetti no era sino un acto de suprema guarrería posmoderna del induchable autor reluciente en su bola de grasa y caspa y tras sus gafas de culo de vaso.

La Escritora Tropical: Yo, regento el puticlub del Campo literario, y te puedo hacer precio muchachín (el becario rojizo), soy una meretriz literaria y a golpe de coño publico mis obras. Todas y cada una (y miró de soslayo al Posmoderno, con quien compartía desde tiempo atrás las salivas, ciertos fluidos y algunas olas).

El Gran Escritor Gay: Yo, me opilo en el Campo literario, también me depilo pero eso no viene al caso… decía que me opilo en el Campo literario, me atiborro de un hermoso y pastoso barrizal en el que abrevo y así estoy más lustroso que un cochino con mis novelas…

¡Espere, espere! Ese tal Gay… ¿dijo un cochino?
Sí, es que… era de Bejar… se ve que tenía querencias con eso de los cochinos…
Vale, vale, vaya terminando, que aburre usted.

Ante tamaña declaración (la del cochino) el Joven Infecto de Letras se apresuró a dictar algún disparate al magnetofón cuando un vozarrón se proyectó sobre el café en donde no se servían cafés. Al fondo, después de un chupito de vinagre, el Fracasado, agarrado a sendos Berninis de rechazo editorial, manifestó su posición en el Campo literario: Yo no soy parte ni del Campo ni de la ciudad…

Sorprendido, el becario abandonó el círculo de Literator y plantó la grabadora en la boca del Fracasado: ¿Entonces, a qué pertenece usted? Y el Fracasado contestó: A los cementerios, al columbario, al crematorio… a la fosa común literaria.

Y mientras un nauseabundo olor a séptica inundaba el cafetín, para quebrantar el silencio que como un vómito de asfalto se derramó sobre todos ellos, el Joven Infecto de Letras (que acababa de tomarse un Frenadol para combatir su afección de literatura) trató de reconducir la conversación con un acertado y bien recibido comentario: Señores, aquí lo afirmo: ¡Yo sólo creo en el Archiescritor y en las Caras de Bélmez!

Y fue ovacionado como forma de airear el ambiente opresivo de enfermos de letras y miasmas tipográficas y entonces…

¡Qué bárbaro amigo, pues no es pesado usted! ¡Y cómo aburre! A ver, que me voy a ver el futbol a casa porque aquí en el bar, con usted al lado, como que no… ¿Qué se debe?
Lo lamento caballero, ¿y si le pago otra ronda?
¡Hombre, eso se avisa! Mozo; ¡vinacho y una de pajaricos fritos!


viernes, 12 de abril de 2013

La biblioteca atlántica de Mémez Verte


Mémez Verte: ese prócer de la patria, el fénix de ingenios, ese maestro de la palabra, ese ES-CRI-TO-RA-ZO, tan ducho en tantas cosas, pero fundamentalmente en el arte de escribir, en la militaria y en la marinería, decidió un buen día utilizar uno de sus barcos de recreo (la bestselerizada vida del autor era generosa en ingresos y caprichos) como biblioteca flotante.

Mémez Verte proveyó a uno sus mejores buques con metros de estanterías corridas, con archivos y con depósitos bibliográficos. En pocos meses, pero tras un trabajo arduo y enciclopédico (tal y como solía construir sus novelas de época) poseía la biblioteca flotante más grande del mundo, que bautizó como su ”biblioteca atlántica”.

Durante semanas, las contrataciones, búsqueda de bibliotecarios, afichadores, personal en general para su proyecto, eran titulares de la prensa diaria. Ahora Mémez Verte no era primera página por haber ganado o aceptado tal o cual premio corrupto o sospechoso, o por enzarzarse en amoniacales disputas con su némesis Sancho Dragonte, uno y otro utilizando los medios de sus respectivos grupos de comunicación para escupirse fuego editorial, veneno literario y fango flemoso.

No, Mémez Verte, ejemplo patrio, botó su biblioteca atlántica con orgullo y, aunque hubo quien no faltó a su cita con la crítica y el insulto, todos terminaron por rendirse ante la magnitud y bonhomía del asunto; Mémez Verte: preclaro ingenio.

Sin embargo, algo nos sospechábamos, en particular en cuanto yo pude echar un vistazo al catálogo: el barco estaba repleto de libros de autores (incluso adquirió y agotó ediciones completas de algunos) a los que Mémez siempre odiaba, y así lo hacía patente en sus columnitas hemotóxicas que publicaba en la prensa, esos origami de odio e insultos. Y, en efecto, allá estaban: Galdós, Lope y Calderón, el Gran Escritor Gay, el Gran Autor Supermacho, el de Gafitas de Pasta e incluso el Vegetariano, y la Amanuense Tropical, y la Verbenera, junto a las novelas del Archiliterato, los disparates del Escritor Posmoderno, los tochos de Berto Sellers –escritor especialmente odiado por Mémez- y, como no, la obra completa de Sancho Dragonte. Y Larvatus Prodeo... y un etcétera de autores públicamente aborrecidos, reconocidos en el odio por Verte.

Todo se concretó: una mañana, bien temprano, navegó hasta la fosa de las Marianas, evacuó al personal del barco y allí mismo, se hundió con él. Fue el gran acto final de odio de Mémez Verte. Ahogó las novelas de sus rivales.

Y sus pulmones se llenaron de agua marina mientras sepultaba a kilómetros de profundidad las novelas de sus odiados autores con la esperanza de que, así, desaparecieran de la historia literaria aún a costa de su propia vida: consuelo póstumo ante la fija y disparatada mirada enloquecida de algún calamar elefancíaco o de pececillos de sonrisa rajada de joker con bombilla por montera.
 
¡Donoso Escrutinio!, dicen que fue su último grito, ¡me cago en él!

Mémez Verte: ese prohombre de las letras universales. Se ahogó, sí, pero que a gusto se quedó, le dicen en coplillas compuestas por las sabias y doctas manos de sus colegas los académicos y los miembros de los ateneos, siempre exactos a la hora de jugar con el lenguaje.

Ahora, una fundación y un prestigioso premio literario lloran el nombre eterno de Mémez Verte. Vayan estas líneas en su memoria.

antecessor narrativo

si la linealidad cronológica narrativa es una aspiración imposible del novelista proust era un mero caso de evolución natural literaria o un homo antecesor novelesco

miércoles, 10 de abril de 2013

nuevo tiempo narrativo

más allá de presente pasado futuro: el nunca

apnea

estabaleyendounanovelademémezverteymehequedadodormidooesocreoporquecómoestoydisfrutandodeestanovelademéemezverteyquebuenoesyquegranescritoresmémezverteyporesomeextrañaquemehayaquedadotraspuestoyaaaaaaaahhhhhhhhrrggggggggggggggg

casi me quedo dormido leyendo a
mémez verte
con lo buen autor y novelista que es


¿cómo puedo CASI quedarme dormido?

canon

el canon literario se hace gracias a las excepciones

Amenidad


Navarro Ledesma:

“Narradores: si queréis ser leídos sed amenos”.

(Y –obviamente- ni Joyce ni Faulkner ni Rulfo, jamás, quisieron, nunca, ser leídos).

lunes, 8 de abril de 2013

Monteiro Rossi escribe la necrológica del cuentista Montero Roso


Sostuvo Pereira, sí, sostuvo, antes del tránsito apoplejético, que su protegido Monteiro Rossi había dejado entre los últimos papeles garrapateados poco antes de ser asesinado por la policía del régimen, sostiene Pereira –bueno, sostuvo, que ya cría malvas de un paralís- que en efecto, entre esos nefandos papeles póstumos de Monteiro Rossi se encontraba la necrológica del celebérrimo autor Montero Roso y esto, así, puede sonar bien extraño, porque en esa época el autor que nos compete, Montero Roso, ni tan siquiera había nacido, aunque bien es cierto que después, sí que nació, y es cosa de acierto de Monteiro Rossi que sabía ser preclaro y de juicio en el horizonte, pues bien, nacido Montero Roso, no sólo Monteiro Rossi acertó con que sería escritor, sino que celebró su necrológica setenta años antes con los más exactos motivos de su muerte, aplastado por el elefante que lo hizo tan famoso, famoso, sí señor, porque Montero Roso se hizo célebre, en su Antofagasta natal, después en el mundo entero, por ser el autor del cuento, o del relato, o como deseen llamarlo, más laaaargo del mundo, su cuento, de un gúgolplex de palabras, sobre ese elefante que despertó de una siesta –bueno de un sueño que bien pudo ser una siesta de eras, no sé, ¿quién sabe?-, pues ese elefante que se durmió en la época de los grandes helechos y se despertó en la era de los grandes viajes interplanetarios de Solaris y Lem, los de Arthur C. Clark, en donde los millones de años luz se servían para desayunar, ese elefante se despertó en ese futuro en el cuento más largo de la historia de la literatura (un cuento de un gúgolplex de palabras, recuerden) y cuando ese elefante se despertó, después de un gúgolplex de palabras, pásmense, señores, pásmense, cuando el elefante despertó tras un gúgolplex de palabras… TODAVÍA ESTABA ALLÍ, ¿no es asombroso?, en efecto, TODAVÍA ESTABA ALLÍ cuando el elefante, tras un gúgolplex de palabras para componer el cuento o relato más laaaaargo de la historia de la literatura, no una novela, no, un cuento, un cuentecillo de un gúgolplex de palabras, pues eso, después de eso: TODAVÍA ESTABA ALLÍ, y entonces, Monteiro Rossi, encargado de necrológicas de escritores en esa Lisboa desteñida de dictadura, fue y acertó la muerte de Montero Roso: apachurrado por el elefante del zoo de Antofagasta que lo había inspirado y ante el que acudía todas las tardes para darle de merendar manzanas y cerezas.
Bueno, eso sostiene Pereira que hizo Montero Rossi necrologizando sobre Montero Rosi: bueno, eso sostuvo, que a Pereira le dio un tantarantán cerebral, se quedó como medio tonto de medio cuerpo y pronto se murió, así que eso lo sostuvo, según me cuentan ahora, Pereira, acerca de la necrológica que escribió Monteiro Rossi sobre la futura muerte de Montero Roso el autor del cuento de un gúgolplex de palabras sobre el elefante que se despertó y que fue encontrada entre sus escritos dejados para la postumoridad tras paliza de la secreta.
Eso sostuvo Pereira –o eso me dicen-.